domingo, 16 de octubre de 2016

El rey de los relatos y el aprendiz de humo.

Años atrás en una plaza de pueblo se reunían las personas para hablar, jugar e interactuar. En dicho lugar había un anciano que días tras día se sentaba en una silla y contaba a la juventud que a su alrededor se congregaba las historias de su vida, desde sus peripecias de infancia hasta sus desventuras en el amor y trabajo.
Cada año que pasaba, menos mocedad se reunía a su vera, las historias acabaron por reiterarse, la infancia dio paso a la adolescencia, donde ya no interesaban tanto las historias ajenas como vivir las propias. Y las costumbres de reunión comunitaria se fueron perdiendo.
Con el tiempo el viejo falleció mientras aquella juventud se convirtió en adulta y el pueblo sufrió el éxodo a la ciudad.

Un joven que había vivido en aquel pueblo y se crió con las historias de aquel anciano, trabajaba en la ciudad como repartidor de periódicos para poder pagarse unos estudios y su habitación.
El joven recorría todos los días el mismo camino y en su tránsito diario veía múltiples oradores que subidos a un pequeño taburete profesaban a viva voz sus ideas, religiones, o costumbres. Tenía mucha curiosidad por este tipo de gente y siempre que podía se acercaba a escuchar. Escuchó todo tipo de discursos y métodos. Cada orador tenía su propio estilo, sus propios argumentos, conceptos capitales, muletillas, etc. Pero había algo raro y es que de algún modo u otro la gran mayoría de las historias y argumentos ya le sonaban, pero no sabía de qué.

Con el paso del tiempo y con su gusto por las historias, estudió filología hispánica; quería saber más sobre las novelas y sus autores/as, qué clase de vida habían tenido y por qué se les habían ocurrido tales obras. Pasó años sumergido en aquel maravilloso mundo.

Cuando finalmente terminó su carrera y tras unos años, tuvo que volver un buen día a su pueblo, a aquella pequeña parcela de mundo que ya casi se había extinguido de su memoria.
Una vez allí se encontró con una compañera de la infancia y se fueron a tomar algo a la cafetería casi desértica del lugar.

Comenzaron a charlar sobre anécdotas de infancia, quién se había escondido dónde, cuándo cayó al pozo, dónde había surgido el primer beso, la primera copa, el primer libro y la primera historia, y eso les llevó al anciano. Él no se acordaba de ninguna historia en concreto, pero ella que había permanecido toda su vida allí aún las recodaba con total precisión.

Conforme la chica comenzó a rememorar una historia tras otra, él fue haciendo esquemas mentales que situaban cada pequeña fábula de aquel anciano en una novela o cuento de la gran literatura universal. El viejo había hecho propias las grandes historias de otros autores y las había adaptado a la realidad con él como protagonista. De repente, se puso pálido y no supo qué pensar, acto seguido se despidió como buenamente pudo, terminó sus trámites en aquel lar y volvió a su hogar, mientras pensaba cómo podía haber olvidado aquellas historias, cómo las recordaba aquella joven y qué era lo que pensaba acerca de aquel viejo que había ¿robado? las obras de otros autores.

Al día siguiente se levantó mientras pensaba si su infancia se había asentado sobre una mentira, si todas las vivencias en torno a las historias del viejo eran falsas. ¿Por qué había mentido aquel anciano? ¿Cuál sería su razón?


¿Fue un vendedor de humo o un contador de historias?




Foto de Robert Doisneau.




















domingo, 2 de octubre de 2016

Esperanza, luces y acción.

Suenan las campanas mientras un viejo en su esquife vuelve al puerto con el cuerpo cansado y un par de peces en la bolsa. Avanza hacia el bar de la villa donde encuentra a los parroquianos habituales y se sienta en su taburete cotidiano a ver el resumen deportivo en la televisión mientras en la cocina le preparan una de sus presas. Hoy cena, mañana desayuno, después habrá que volver a salir al mar.

En televisión aparecía la joven reportera que analizaba el juego de su equipo y mientras comía escuchaba. En el bar se iba generando un bullicio en torno a una problemática local.

La cuestión era si el puerto y sus alrededores debían abrirse a grandes embarcaciones. El pueblo había crecido y su principal actividad económica ya no sólo era la pesca, sino también el turismo.

Un creciente interés gastronómico y las diversas sendas acondicionadas habían generado un impulso al pueblo que veía como cambiaba su pequeña rutina.
Se habían reformado casas y pisos para las nuevas gentes que con el repunte del turismo habían decidido montar su negocio y trasladarse de la capital a la villa. Aunque en general los nuevos inquilinos formaban parte de la comunidad, también se empezaron a construir chalets alejados del vulgo.

Con todo ello se abrió el debate del puerto. Si salía la apertura, la biodiversidad marina corría peligro y el negocio pesquero podía perder sus bancos habituales. En el sentido positivo el crecimiento turístico aumentaría.
Todo este asunto había generado una polémica que enfrentaba a parte de la comunidad.

La “modernización” era una palabra que estaba en el centro del tablero de debate.
“Renovarse o morir”; “avanzar hacia el futuro”; “Un pueblo con futuro” “Una nueva economía”
eran frases hechas que circulaban de boca en boca por parte de las voceras de lo nuevo.
Carteles, charlas de economistas “reputados” eran parte de una nueva cotidianidad en la villa en pro de “un nuevo futuro”, hasta tal punto llego, que se fundó una pequeña radio como parte del novedoso proyecto.

En la otra parte se encontraban sobre todo las familias pesqueras y alguna persona del turismo. Insistían en la necesidad de la pesca como actividad necesaria para la supervivencia del pueblo. Las nuevas embarcaciones traerían consigo el fin de la pesca.
 El viejo acabó su cena y se levantó del taburete, los deportes habían terminado y su equipo había caído por dos goles. El bullicio siguió creciendo y él salió por la puerta.





Foto tomada de Rafael Ojea Perez en www.flickr.com