sábado, 28 de enero de 2017

Entre Hojas y Carruseles. (Primera parte)

      Se asomaba un nuevo día en París. Como siempre, los amaneceres aún soleados eran grisáceos y el cielo se cubría con un velo de nubes dando una sensación lúgubremente hermosa.
Me asomé por la ventana del hotel para observar este acontecimiento, que no por cotidiano dejaba de ser hermoso. Mientras el sol caminaba hacia su zenit yo tomaba un café y pensaba en que hacer, aún me quedaban tres días en París y lo único seguro, aparte de la reunión del martes, era mi visita al museo D´Orsay esa misma tarde. Sin nada claro después del ritual matutino me dirigí hacia el café Wilde, no era su nombre pero era famoso por las visitas del escritor y yo no lo recordaba.

    Tomé un café y saqué mi libreta de notas, era un pequeño block con tapa de cuero y mis iniciales grabadas en el interior que me habían regalado para mi cumpleaños, donde escribía pequeños poemas sobre mí alrededor.
Era una liberación, es como si el mundo se pusiera en blanco y estuviera sólo frente a aquello sobre lo que quisiera escribir. Era casi catárquico, me servía para cualquier situación de explosión emocional o de estabilidad mundana que quisiera plasmar con versos. Me encontraba en una etapa convulsa de mi vida donde mi principal preocupación era el tiempo y qué hacer con él. Sobre ello había escrito lo siguiente:

                               “En las manecillas del
                                Tiempo, el óxido se
                                Acumulaba en sus        
        Entresijos que se
        Van corroyendo conforme
        Avanzan y en cada
        Tic se aproxima
        El inevitable fin.

        Los engranajes
        Desgastados se
        Realentizan sobre
        Si mismos y
        De forma renqueante
        Avanzan.

          Con una fastuosa cotidianidad
          Las piezas se parando
          Y con el tiempo casi prestado
          Sin  ya dilación, se apagan”


    El café estaba mediado y frío, el tiempo que había estado abstraído fue el suficiente para que fuera intomable o cuando menos poco recomendable. Pero como me apetecía tomar otro hice de tripas corazón  y lo engullí antes de pedir. Está vez la vergüenza (estúpida todo sea dicho) venció al pudor.
Puse rumbo a un pequeño restaurante que se encontraba cerca del museo D´Orsay pues tenía planteado pasarme allí toda la tarde admirando las diferentes salas y escribiendo sobre ellas.
Pedí una tosta con tomate y jamón, la cual daba para comer pues era enorme. La acompañé de una Orangina (al cambio un Kas de naranja) que acompañado de la estética del lugar te hacía sentir como si viajaras a un bar de los EE.UU. en los años setenta.

    Si lo pienso fríamente soy un amante del folclore cultural, con bien poco me conformo y se me impresiona, al fin y al cabo me encanta viajar que junto a escribir forman parte esencial de mi aficiones, aunque esta primera no sea siempre posible con la frecuencia que me gustaría. Viajar, esa palabra hoy tan manida que muere poquito a poco en la soledad de las captaciones múltiples y veloces para acabar de fenecer en los muros con apogeo diario y rutina de olvido. Dejé de pensar en viajar, estaba en París y debía disfrutar los días de estancia aunque la entrevista saliera mal, al final era un trabajo más en una oficina, pero bueno era en París.

    Puse rumbo que estaba a cinco minutos. La antigua estación de tren ya se alzaba frente a mis ojos y su hermosa fachada se mezclaba con el río, lo cual generaba un paisaje inigualable.
La cola avanzaba rápido y el museo se abría ante nuestros ojos mientras el reloj central marcaba la hora.

Cogí una guía para conocer la disposición de las salas y si había una exposición nueva o algún evento especial, aunque realmente sabía que me pasaría horas frente a los acuchilladores de parqué de Gustave Caillebotte.
Me planté frente a las escaleras que me permitían bajar a las primeras salas y observé lo que antaño había sido un continuo paso de transeúntes por la estación y cómo había sido modificada para que ahora miles de personas se congregaran frente al arte. En medio de la sala se hallaba el reloj oro tan típico de las estaciones en los grandes filmes.
La mezcla de escultura y lienzo recorría las salas mientras los flashes y el clic de las cámaras se multiplicaban por segundos.

    Cuando me encontraba en la sala frente al autorretrato de Van Gogh, pensando en la paradoja de su vida donde su obra nunca obtuvo reconocimiento y tras defunción floreció exponencialmente, vi una mano blanca de refilón que se me acercó y me susurró al oído:

-Sí sigues mirando vas a desgastar el cuadro -Una leve sonrisa acompañada de una risa casi muda- ¿serías tan amable de sacarme una foto?

-Claro – Aún impresionado por su aparición, conmocionado por la belleza y un poco desilusionado porque probablemente se tratará de otra persona que iba al museo a pasear sin observar el arte, donde se sacara un par de fotos y sirviera para un efímero momento de “protagonismo” en alguna red social.
Muchas gracias, la verdad es que no suelo sacarme este tipo de fotos pero me gustaría tener un recuerdo por si algún día olvido todo –decía mientras esbozada una dulce sonrisa- aunque bueno, supongo que no te importara- se río esta vez con más fuerza- pero como te pasabas tanto tiempo delante del cuadro pensé que quizás tú también comprenderías la tragedia de su vida, tal vez hablo demasiado, lo siento ya no te molesto más- dijo mientras se giraba.


-No pasa nada, no molestas en absoluto – ella dejo de girarse y en un momento nos encontramos mirándonos fijamente donde sus ojos marrones chocaban con el verde de los míos- justamente estaba pensando en ello y se me pasaban un par de versos por la cabeza –dije mientras sonreía- soy algo así como un proyecto de poeta aunque lo hago más para mí que para el resto

-Como ha de ser la verdadera poesía – me contesto ella.

Me quedé sin palabras y mientras intentaba pensar algo que pudiera continuar aquella conversación nuestros ojos seguían mirándose y mi mente vaciaba por momentos. No sabía que decir, así que intenté algo automático.

-Te gustaría tomar un café, no conozco a nadie en París y la conversación me parece agradable – me sentía pedante y alejado de la realidad, ¿Quién dice “la conversación me parece agradable?” los nervios me poseían aunque los disimulaba, inesperadamente, bien.

-Me encantaría pero me tengo que ir a un compromiso en poco tiempo y aún me queda mucho museo que ver – sentí un aguijón en el pecho y una bola que me subía por la garganta-, si te parece podemos recorrerlo  juntos – toda esa tensión de repente se evaporó.

Pasamos por todas las salas mientras hablábamos de arte y nos preguntábamos sobre nuestra vida, aficiones, etc. Ella era profesora de una facultad especializada en historia del Arte, le gustaban la poesía y la literatura. Se iba a quedar en París hasta el martes por la mañana que era cuando salía su vuelo de regreso (al parecer ambos habíamos aprovechado la misma oferta de vuelo aunque desde diferentes coordenadas). Físicamente tenía una tez blanca, unos rasgos suaves pero definidos era más baja que yo, tenía el pelo largo y los labios color carmesí. Una mirada profunda que parecía ver en tu alma y un inesperado sentido del humor bastante absurdo.

Por fin llegamos al final y después de comprar unos libros y regalarnos una pequeña postal nos despedimos, intenté que me salieran las palabras para poder volver a verla esos días pero no fue posible, seguía demasiado nervioso y aunque había estado encantado con ella, nuevamente la vergüenza había ganado la batalla. Miré la postal que me había regalado, eran los acuchilladores de parqué –esbocé una sonrisa- y por algún motivo le di la vuelta y en su parte de atrás ponía: 


        “Siento que no hayas podido mirar a los acuchilladores hasta inspirarte, espero te sirva esta foto.
              Me ha gustado mucho conocerte y me gustaría verte pero no me atrevía a decírtelo directamente, te espero a las 22:00 en el restaurante Les Relais Gascon. Si no vienes lo entenderé.

                                                               Un beso”

Había aprovechado el momento de las tiendas de souvenirs para escribirme ese mensaje, y no me había dado ni cuenta, de ahí el rubor de sus ojos cuando se marchó tal vez con demasiada prisa y casi sin mediar palabra.

Era domingo, Estaba en París y el sol se escondía entre las nubes grises.





Foto de Mireya Ordiz Blanco.
                

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